Año 2095
Me obsesionaba el programa espacial. Al fin y al cabo nuestro visor de retina me lo recordaba constantemente, había sido una de mis elecciones en el programa de vida. Conquistado Saturno, la proyección del sistema interestelar apuntaba a nuestra estrella más cercana como próximo reto intergaláctico. Descartada cualquier forma de vida en nuestro sistema solar, los expertos enfocaban a un pequeño exoplaneta de la órbita de Alfa Centauri Bb. El laureado equipo de astrofísicos Cracovia estaba destinado a ser quien encabezara la misión después del enorme éxito obtenido al alcanzar por primera vez la velocidad de la luz, todo indicaba que sería el elegido. Yo lideraba el equipo Caracas con nuestros trabajos en teleportación, optando a arrebatarles esa misión. Después de todo a los Cracovia les llevaría cuatro años llegar y otros cuatro regresar.
Intentaba despejarme de tal responsabilidad como siempre con la lectura. Me encantaban los viejos libros con su aroma de papel rancio y húmeda cueva. Cada vez que la presión me superaba, me escabullía para estar a solas con aquellos personajes literarios que me resultaban tan atractivos como infantiles. Tras los descubrimientos de estos últimos cincuenta años, la historia se había vuelto pueril e inocente. A pesar de todo no me gustaba la idea de tamizarlo todo con el revisionismo, en aquellos momentos eran sus verdades las que plasmaban en libros y novelas y no iba a ser yo quien pusiera en tela de juicio sus creaciones.
Conseguir llegar a un destino sin atravesar el espacio tenía muchos detractores, yo mismo fui una vez uno de ellos, pero el entrelazamiento cuántico me daba la oportunidad de demostrar la teoría de la teleportación. Tenía a los mejores hombres y las mejores herramientas, pero solo había conseguido éxitos a pequeña escala, suficiente para invertir más conocimiento según algunos, aunque, según otros, ya había derrochado suficientes euro-coins para un fracasado estudio. Yo rebatía con aquella vieja teoría de la relatividad, no serían ocho años, serían cientos de años los que llevaría volver de Centauri. Pero el gran Presidente quería resultados ya. La opinión pública necesitaba de nuevos avances en la exploración del cosmos.
Había días en que no confiaba llegar a ninguna conclusión y otros días lo veía tan claro… La teleportación se extralimitaba a los avances tecnológicos conseguidos. Encontrarse en la tierra para seguidamente, sin atravesar el tiempo ni el espacio, aparecer en otro planeta, formaba parte de un dilema metafísico y en mayor medida filosófico. Como podría convencer al sesudo Comité de la conciencia suprema de que esa teoría era factible, de que no exponía ninguna idea descabellada. Tenía que demostrarlo y convencer a los más escépticos y detractores, esa era la cuestión.
Aquel día me levante más temprano de lo habitual, casi no había dormido, los nervios me habían jugado una mala pasada. Llegué cargado con una pesada bolsa al Instituto Central para la Exploración Espacial (ICEE). Me esperaban todos los miembros del Comité de la conciencia Suprema, sabía que todo pendía de un hilo, años de estudio y trabajo se dirimirían en menos de tres horas. Sentía que el cuello de la camisa me apretaba, como en el preámbulo de una decapitación inminente. Abrí la puerta del ágora, los quince se encontraban esperándome, también se encontraba el Presidente de la Agrupación de Naciones, no podía haber nadie más decisorio en esos momentos en el planeta que los ilustres sabios que allí se encontraban.
Un sudor frio me corría por la frente, sentía como estiletes las miradas de los presentes. Comencé mi exposición, intenté ser lo más explícito posible. En la gran pantalla proyecté las fórmulas matemáticas que tenía mil y una vez estudiadas. Paso por paso hice un amplio recorrido por toda la teoría de la teleportación, viendo como algunos miembros tomaban nota de mis ecuaciones. Sabía que no todos eran capaces de seguirme, pero pertinaz seguía avanzando en mi exposición. Las miradas cada vez traspasaban más mi corteza cerebral. Tras dos horas y cuarenta y dos minutos, a punto de llegar a la conclusión final, mostré el signo de igual en la pantalla. Entonces bajé de la tarima donde me encontraba y me dirigí a mi bolsa. Extrañados murmullos de fondo me acompañaban. Comencé a recorrer las mesas una por una y a dejar un libro a cada uno de los miembros del Comité, incluido el Presidente. Subí de nuevo al estrado y les rogué que abrieran el libro de papel que les había entregado por la página señalada. El ejemplar que les había entregado era El libro de la selva de Rudyard Kipling. Muchos lo manoseaban como si nunca hubieran tocado un auténtico libro impreso. Les incité a que lo leyeran con suma atención durante veinte minutos, exonerándoles de tener que llegar a un lugar concreto, incitándoles a que simplemente pusieran la máxima atención en lo que leyeran. No iba a preguntar nada sobre el libro, solo les pedí que disfrutaran de la lectura. Los sabios se miraron entre sí contrariados. Comenzó la lectura. Ahora era yo quien los observaba a todos, concentrados en el antiguo formato de lectura. Veía en sus caras de concentración como algunos hacían sutiles gestos de entretenimiento, mientras otros torpemente pasaban con cautela las páginas de ese extraño material llamado papel. Acabaron la lectura transcurrido el tiempo. Tras un breve silencio les pregunté donde creían que había transcurrido la historia. – La India, ¿verdad? las selvas de la India ¿y dónde nos encontramos? En Nueva York. ¿Aquí hay selvas? Todos negaron con la cabeza. Entonces me dispuse a desvelar la ecuación final, que daba como resultado la teleportación. -Ustedes han viajado de Nueva York a la India sin cruzar ningún océano, ni ningún continente, ni ningún desierto. Cada uno de ustedes por sí mismo ha conseguido teleportarse, sin saberlo, sin ser conscientes del viaje, desde un espacio físico a otro espacio físico a miles de kilómetros sin pasar por en medio. He aquí el resultado matemático de dicho viaje, he aquí la ecuación final. Muchas gracias señores por su espacio-tiempo.
Antonio Robledo ZAPA